por Juan Carlos Maimone
Tratando de descifrar la impredecible definición del la temporada de la Fórmula 1, recibí la llamada…: "Murió Kirchner…". Y el silencio de mi oficina, se convirtió en un aciago panorama de mudos vaticinios. Desde lo más profundo de mi barbarismo, pensé que un enorme consenso de ruegos había sido escuchado desde el más allá; aunque pude recomponerlo en la medida que pensé en quienes a la vez lo amaban; su familia, su círculo más privado, aquellos solidarios sin límites ni condiciones, que por esos designios de la vida y en segundos, ven peligrar sus respectivas posiciones vacías de pergaminos y vacías de historia.
Una vez confirmada la noticia, me interné en el mundo del silencio y la meditación, muy propio de los que hemos vivido o soportado este tipo de desencuentros que sólo puede reclamar la muerte y en los ineludibles efectos que desgraciadamente, pueden llegar a ser de larga duración.
Pensé en aquel hombre que había concebido la política como elemento permisible para lograr la concentración sin límites del poder o atiborrarse de recursos y que jamás estuvo dispuesto a alterar las prácticas que lo establecían como un dirigente que no creía en oponentes.
Por eso, nunca fue sistemático o metódico. Sin embargo y aferrado al conservadorismo, no delegaba funciones y paradójicamente, se convirtió en un cauto que confiaba sólo en sus impulsos, un voluntarista que dedicó su vida al cálculo y la especulación.
Consideró el poder como núcleo indivisible, basado en la teoría de tener el gobierno en un puño, asistido por su manejable esposa e imaginando sin atenuantes, que era el único que podía garantizar tanto el reparto indiscriminado de los bienes sociales, como disponer de la asistencia a los sumergidos y en la misma medida, que podía evitar conjuraciones o torbellinos. En otras palabras, entendía el liderazgo como algo personalista o inventado por él.
Para muchos ilusos, Kirchner había surgido del peronismo, nada más lejos de la realidad. Sin embargo; pretender estar en la cima política del país del Sur, sin llenarse la boca con Perón y Evita, es algo tan utópico como absurdo. Pero es indudable que tenía su propia versión del Justicialismo o de la manipulación para obtener ventajas que de alguna manera – no de cualquier manera - lo identificaban con el viejo ídolo.
Sabía beneficiarse con eximia habilidad de la popularidad o debilidad de otros para acercarse o separarse acorde a su conveniencia, no a la de su gobierno, mucho menos a la de su propio país. No dudó en querer congraciarse con Bush en una apócrifa simpatía que inclusive lo trajo a la Casa Blanca cuando este gozaba de la más alta popularidad, pero más tarde no dudó en vapulearlo durante la cumbre de Mar del Plata en el 2005, con el único afán captar la simpatía de algunos titiritezcos mandatarios sudamericanos. En otras palabras; aquí nuevamente primó su ambición de popularidad, por sobre la conveniencia de su país en tener un socio fuerte.
No dudó en asociarse con la tristemente célebre Hebe de Bonafini o con facinerosos de la talla de D’Elía o de Moyano. Alianzas que demostraban claramente que no le importaba el consenso o la más íntima sensibilidad de su pueblo.
Tampoco es posible pasar por alto la desazón de quienes se entusiasmaron con sus promesas. Promesas jamás respetadas o llevadas a cabo, todo dentro un panorama siniestro de enriquecimiento personal por un lado y de pobreza inmisericorde por el otro, aunque todo, con la bendición inapelable de la impunidad.
La muerte de Kirchner fue repentina y a la vez incisiva, proponiendo un impacto en la sensibilidad de la gente y de la política argentina; porque este había creado sin lugar a dudas, un poder casi irreconciliable con la realidad. No obstante este mismo poder es tal delgado como ambiguo dependiendo en todo de la presencia y su fortaleza o debilidad, dependen indudablemente de este factor.
Frente a la desaparición de quien imaginaba el poder como inseparable o indivisible, ya se aprestan los ímpetus de quienes creen que ese poder pasa intacto a otra parte; potencial error o equivocación, en la que también pueden caer aquellos que creen que se acerca un nuevo ciclo o reparto de bienes.
Sin pretender transitar los andenes de la reiteración o el obstinamiento, la gestión de la pareja presidencial, estuvo desde siempre signada y orientada a la consolidación del poder; jamás identificada o consustanciada con las necesidades del país o del pueblo y la obsesión era – y seguirá siendo – tal, que uno de ellos ya lo pagó con su propia vida.
De todas maneras, nada nos puede extrañar de lo que ocurre en Argentina; un país culto, pero sin educación; con riquezas inconmensurables, aunque pobre, pero que además que mantiene imperturbable, la enorme facilidad de convertir al ídolo en diablo o al hasta ayer indeseado, en alguien hoy llorado y venerado…