por Juan Carlos Maimone
Y se nos pasado un año así de rápido, sin preámbulos, sin poder siquiera digerir aquello de que a cada cosa le llega su tiempo. Tal vez devorados por las vicisitudes propias, ajenas o en común; pero en todo caso, con el acecho de un horizonte no muy claro por más que nos empeñemos en acatar los buenos deseos de tantos, incluyendo los de nosotros mismos.
Así arribamos y transitamos “estas fiestas para todos los gustos”, con nuevas ideas, pensamientos y hasta creencias, con balances que no sirven para nada porque ya hace mucho que los años comenzaron a ser lo mismo que el anterior. El día en el que la gente se siente obligada a hacer promesas improbables de cumplir como dejar el trago, dejar de comer o fumar y volverse bueno a cambio de nada... Todo en voz alta con los ojos humedecidos por la emoción, abrazos que van y vienen y bendiciones de acá o de allá, como si después de todo, Dios se tuviera la responsabilidad de volver buenos a los hijos de puta de siempre de la noche a la mañana.
Al comenzar la semana, el calendario devuelve el paisaje inexorable de la crisis y sus pretéritas facturas, los mensajes políticos se abrirán una vez más en una suerte de abanico de dardos iluminados y que sólo abandonarán su esplendor a la hora de que estos crápulas tengan que llevarlos a la práctica, mientras nosotros retomamos en silencio aquel sentimiento de culpas por tanto desfasaje alimenticio.
Pienso que en realidad el fin de año pasó a ser eso: La marca ineludible del transcurso del tiempo, que a su vez enaltece de manera sobria la brevedad o caducidad de las cosas; más allá de que nos empeñemos visitar el renovado mundo de las promesas o bien, nos volvamos a internar en una rejuvenecida espera por todo lo ansiado o demorado…
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